25 febrero, 2008

A un amigo

En el momento en que el cansancio se volvió dolor de cabeza, pude anticipar el insomnio. En un instante comprimí lo que vendría: un buen rato frente a luces, pantallas y demases saturadores visuales, los diferentes amagues a ir a la cama, acostarse: ir al baño por diferentes cosas, desvestirse, comer algo, ir al baño, tomar algo, dar una última vuelta y por ultimo rendirse a la horizontalidad de la cama.
Soltaría mi cuerpo en el aire, dejándole el resto del trabajo a la gravedad, para aumentar el espíritu dramático que la noche adelantaba. Estaría casi desnudo, metiéndome bajo la sabana y el acolchado. Intentaría, completamente en vano, dormir boca arriba. Me sentiría vulnerable, una sensación de debilidad en la garganta extendida me irritaría. Luego giraría hacia un lado. Más probablemente hacia mi izquierda. La almohada no brindaría suficiente apoyo a mi cabeza. Miraría las líneas rojas que forman la hora en la pantalla del reloj y empezaría a hacer cuentas sobre cuántas horas sería conveniente dormir, a qué hora sería mejor despertar, cuál sería la hora máxima para levantarse de la cama, a qué hora tendría que realmente dormirme y postergar el insomnio para que la ecuación cierre con el término que faltaba: cuántas horas quiero, pretendo, convienen, dormir. Las cuentas estarían a mi favor, todavía. Lamentaría justificar el insomnio de esta forma. De repente la temperatura corporal pasa a notarse, hace calor, me incomodo. Giro hacia la derecha media vuelta y pateo hasta librar mis cobijas del colchón y poder sacar las piernas afuera. Vuelvo a girar hacia la izquierda enroscándome en el acolchado, flexionando las rodillas. Cierto frío ataca las plantas de los pies “pero es pasajero, ya pasa, ya se acostumbra” y así es. Ahora, algo estúpido: intento ponerme boca abajo y conciliar el sueño. Algo, la almohada, mi cuello, mi cabeza, mi columna vertebral siguen interponiéndose. Mas incomodo no puedo estar: se siente como si dormir de esa forma fuera ahogarse entre sueños, ya no volver a despertar.
Se recuerda el tema de los sueños. ¿Qué vendrá a golpear la puerta de aquella pantalla esta noche? ¿O quién? Se gira a la izquierda hasta estar boca arriba y antes de poder empezar a diferenciar figuras (malditas retinas dilatándose) giro a la derecha. Sigo enroscado al acolchado pero algo me molesta en las piernas: la sabana. Lo dudo: ¿valdrá la pena o mejor intentar dormir así? El proseguir: lo de siempre, convencerse de intentar dormir así, que esta incomodidad se la lleve el sueño, para luego afrontar lo obvio, que seria patalear hacia arriba empujando la sabana hacia el borde de la cama. El acolchado que vuela también, pero se atrapa y vuelve a ser ahorcado por los muslos desnudos.
Ahora mas cómodo me incomodo pensando en los sueños, aquellos sueños de pocos minutos que me levantarían en un rato muy corto completamente despierto y despavilado, dejándome varias horas sin dormir, obligándome a pararme, eventualmente, y, obviamente, a pasar y parar por el baño, por la cocina, con sus respectivas luces blancas y el dolor de ojo al afrontar aquellos destellos. Siento los dedos presionando los interruptores, como verdugos de mis propias retinas, aun cuando se que están en el aire, con las manos, flotando fuera de la cama. De repente concientizo esto y me molestan. Vuelvo los brazos hacia mi pecho, entrando las manos a la superficie del colchón, me siento comprimido, el calor ataca de vuelta, cierta sensación pegajosa invade mi tacto. Giro media vuelta hacia la izquierda y siento todo mi brazo sobre los abdominales laterales. La sensación pegajosa de vuelta, y esta vez baja. Baja hacia los muslos y luego las piernas y termina en la sensación fría de los pies flotando fuera de la cama. Por alguna razón, casi (estúpidamente) poética, se confía en el hecho de tener los pies fuera del colchón como ayudante del sueño, como relajante, como imagen de la descontracción más desinhibida… y se ve la mañana entrante, la luz entre los agujeros de la persiana, el reloj marcando un horario adelantado, haberse quedado dormido, soñando, esperando no ser despertado pero convenciéndose de que sí, de que eso falto para poder cumplir los horarios. Y no es eso: cierro los ojos. Me doy cuenta que antes los tenía abiertos. ¿Pretendía dormir con los ojos abiertos? Los cierro.
Dejo de hacer fuerza para cerrarlos y se abren un poco, cierta luz logra entrar, y así no voy a poder dormirme. Presiono las pestañas, presiono demasiado: así no voy a poder dormirme. Basta, ¿que horas serán? No quiero ver. Veo. No paso demasiado tiempo. Tropiezo de vuelta con la piedra que dice “todavía hay tiempo de dormir una cantidad de horas razonables y levantarse en un buen horario de mañana”. El insomnio me abraza desde atrás, me hace cucharita y por todos los poros de mi espalda, de mi piel, me penetra y sigo despierto, ya sin la menor intención de quedarme dormido mágicamente en un instante, de despertar al día siguiente con una serie de sueños cómicamente anecdóticos. Los sueños. Cual volverá hoy? Siempre lo mismo, los mismos sueños recurrentes. Muchos dirían que son las mismas preocupaciones las que recurren. A veces los personajes cambian, las charlas, las sensaciones y hasta el escenario, el fondo. Todo el sueño es distinto, pero se siente el mismo, repitiéndose. Es una sensación general, como una actitud que no se si vendrá aportada por el soñador o por el personaje protagonista del sueño. En cualquiera de los dos casos, la mayoria de las veces, suelo ser yo mismo. Yo mismo quién siento que estoy en alguno de esos sueños que se repiten, que ahora siento mi brazo sudando sobre mis riñones. Siento que mi piel y carne se están fusionando volviendo uno y cierro fuerte los ojos. El dolor de cabeza nunca cedió pero recién ahora se hace notar creciente pero aun parejo. Más ojos cerrándose con fuerza, mas cuero cabelludo presionando grasiento contra la incomoda e insuficiente almohada, la frente que se arruga, la boca intentar abrirse, mostrarse distinta, mostrarse, en fin, y termina por apretar las muelas. “De esta forma, haciendo tanta fuerza, nunca me voy a dormir”. En algún momento me voy a tener que dormir. Eso decía madre, como para tranquilizarme o callarme o mantenerme acostado, en el cuarto. Estoy acostado, eso es. Necesito levantarme. Lo previsto: me levanto rápido mostrándome que en algún punto todo el intento previo a dormir fue insulso, un engaño, y siento mi cabeza llena de un liquido que, ahora sentado, con la cabeza quieta, choca contra mi cráneo violentando la marea. Una escollera que frenando este mar me lastima en el centro de la frente y sigue hacia atrás, hacia la nuca. Me siento duro, mi cuello parece rígido, irrompible, y en el intento se oyen huesos sonando como quebrándose entre ellos. Me paro y permanezco unos segundos parado junto a la cama pensando si debo o no prender la luz. Los ojos ruegan piedad pero los dedos de los pies empiezan a quejarse como adelantando un golpe con algo. Ruegan con que no sea contra el marco de la puerta. Logro salir del cuarto y me dirijo al baño donde prendo la luz y me enceguezco y aumento el dolor que ya se propaga por las sienes. Me miro en el espejo fijamente y luego me dispongo a orinar. No sentía la necesidad y por eso tarda un poco en salir el mínimo chorro que ensucia el agua del inodoro solo un poco, lo suficiente como para tener que botarla, cambiarla. Me quedo viendo la sensación de suciedad, de gratitud, de calor que mi simple imagen me devuelve y salgo apagando la luz y volviéndome a tirar en la cama. Giro hacia algún lado y el hambre.
Esta vez no trato de esconder nada y cedo rápidamente. Me encuentro parado de vuelta y esta vez le hago caso a los pies: prendo la luz. Los ojos ven que tan grabe no era y camino hacia la cocina, empezando a distinguir formas y distancias gracias a la luz que proviene de mis espaldas, del cuarto e imagino mi cara y mi frente completamente oscuro, negro, homogéneo. En la cocina abro alacenas y heladeras sin encontrar lo que busco para saciar la sensación de hambre, pero sin buscar realmente. Repito la acción, esta vez haciendo un mínimo esfuerzo en encontrar algo por medio de una leve búsqueda. Los resultados son los mismos y termino la escena tomando agua de la canilla antes y después de comer dos rodajas de pan integral.
Camino hacia mi cuarto, esta vez la luz esta de frente y me imagino flaco, desnutrido, sin ropa, sucio, con las costillas casi afuera y sin grasa corporal, con ojeras, mechones de pelo parados con su propia grasa y mientras articulo muñecas, rodillas, cuello, tobillos y codos escucho los huesos chasquir sin ritmo alguno, sin nada mas que una sensación de desagrado para conmigo y con el que podría verme caminar encorbado hacia la cama. Llego y la gravedad me vuelve a tirar hacia abajo, haciéndome rebotar un mínimo contra el colchón, siguiendo el ritmo dramático que la noche me demuestra. Reboto y me imagino haciéndolo en cámara lenta, tardando eternidades en volver a tocar el colchón con todo mi cuerpo al mismo tiempo.
Miro el reloj, las estúpidas franjas rojas que me condenan el día de mañana, pero con él al insomnio, que pierde tamaño al enterarse que no me quedan tantas horas de sueño.
¿O sí? El insomnio me abraza más fuerte y me dice al oído que su diversión sucede justamente aquí: cuando empieza a hacerse tarde y las horas de sueño se van esfumando como mi transpiración y aliento. Maldigo al reloj y aprieto los parpados de vuelta. Cierro los puños, estiro las piernas, muevo los brazos y uno choca suavemente con la pared. Se relaja, cae y sigo su caída eterna con la conciencia. Al estabilizarse en el colchón vuelvo a sentirme incomodo: el codo me presiona el abdomen y me dispongo a dormirme.
Intento conseguir mantener los ojos cerrados sin hacer esfuerzo, me vuelvo a enroscar en el acolchado y giro hacia mi izquierda, mis manos tratan de mantenerse dentro del colchón y una insita a la otra a refugiarse bajo la almohada. Trato de hacer sonar el cuello por última vez y pienso en dormir, en que debo dormir, que tengo que descansar. Me enojo conmigo e intento de vuelta pensar en dormir sin llegar a estresarme con esos “debo” y “tengo”. Pienso en dormir hasta que pienso que no debo pensar en dormir, que no debo pensar, siquiera, que ese debe ser el secreto de dormir, que la neurosis no me esta dejando ver, no me deja dormir. El insomnio que me suelta demostrándome que él soy yo mismo. Allí, lo peor, me abraza desde adentro mío. Se estira y se reparte por cada músculo, tejido y célula de mi cuerpo. Se siente a gusto, mi cuerpo es su talla perfecta.
Mis ojos se abren miedosos a ver la hora y lamentándome recuerdo cuando el cansancio se volvió dolor, cuando aquel dolor insomnio y cuando aquella idea de las próximas horas se volvió pasado de este instante en donde me ruego aquel segundo de descanso y tranquilidad que me logre dormir por esta noche.